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barbacana

El viaje.

¡Madre!, siempre que vamos a Zaragoza me pones el abrigo de mi hermano.
Porque te va más grande y te caben más cosas.
Pues parezco un oso embarazao..¡hasta que me metan en la cárcel!.
¡Calla, que no dices más que tontadas!.

El abrigo pesaba una tonelada quizá por la media docena de huevos que llevaba en cada bolsillo y que me impedía meter las manos en ellos.
Ella cargada con aquel enorme cesto de mimbre de doble tapa que no se podía ni cerrar y que hasta la estación llevaba en equilibrio sobre la cabeza de pelo negro azabache.
Botellas de aceite verde de casa y una de vino, costillas, lomo, bolas, morcillas y fardeles de la matanza y alguna manzana atrasada o peras de invierno y sobresaliendo por los bordes las ristras de longanizas y chorizos que yo había de camuflar después colgados del cuello como enormes medallones de Obispo.
El trayecto era lo interesante. Con la nariz pegada al cristal de la ventanilla reteniendo en las pupilas asombradas los cañaverales, raneros, campos, estaciones y el curso serpenteante de las acequias y del río.
Por Épila se comia la tortilla para ir bien preparado. ¡Ven aquí, que estamos llegando!.
Me ponía con mimo alrededor del cuello todos los colgajos que sobresalían del cesto y me abrochaba el abrigo.
¡Y derechito para la verja sin hablar y sin pararte! ¿eh?.
Apenas eran 100 metros. ¡Pero vaya 100 metros!. Algunos entraban en la oficina del Fielato para declarar pero a mi madre la esperaba siempre aquel señor extraño, siempre serio, delgado, apoyado en el puente, a mitad del camino.
Altísimo, moreno, con un bigote grande y negro y un abrigo de cuero oscuro que semejaba a los espías de las películas de cine negro del Orsonguells.
Mi madre se paró a su lado, abrió una tapa y él cogió con disimulo la botella de vino.
Yo me había quedado uno pasos atrás observando la maniobra y al rebasarlo me preguntó con una voz que parecía emerger de ultratumba o quizá, de un pozo profundo:
¿Qué llevas en el bolsillo, chaval?.
Me giré hacia él, metí la mano y saqué el tirador que llevaba encima de los huevos.
Se lo puse delante a la media altura que me permitían mis 8 años y me dijo sonriendo:
¿Siempre vas armado?.
Mirándole sin parpadear, a la profundidad de aquellos ojos oscuros y como quien acepta un desafío le susurré:
Siempre, ¡por si las moscas!.

Porfi.

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