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PRINCESA NEGRA

En la taberna corría el vino de Marsala de jarra en jarra y de boca en boca. El galeón español fue presa fácil para mis hombres. Bastaron tres andanadas para que el palo mayor del Santa María Magdalena se partiese en dos y la nave quedara al pairo. El resto fue como quitarle la comida a un ciego. Los valientes marineros españoles izaron rápido la bandera blanca. Tanto que mi tripulación enfurecida ante la idea de que no habría lucha, abordó la nave española con tal fiereza que , a los pocos minutos , el fuego ya consumía la madera del viejo cascarón, acabando así en horas, lo que las termitas ya habían comenzado y hubiesen concluido en meses. El botín fue grande, tal como me aseguró el moro Michén, espía que siempre me ha dado buenos informes sobre los movimientos de los barcos españoles. La paga que el rey Felipe II enviaba a sus soldados, no llegaría jamás a Nápoles. Armas , munición, ropas, vajillas, monedas de oro y plata cayeron en mis manos. Las mismas monedas que caían a tus pies , Julie, mientras dejabas asomar un pecho entre las sedas de tu vestido y los aullidos del pirata hambriento se mezclaban con las risas de la hembra-diosa sobre la mesa-altar. Las mismas monedas que tu padre, irrumpiendo de súbito en la taberna , tiró al suelo antes de tomarte por la cintura y llevarte a hombros hacia la puerta. Y antes de salir, la voz de Fátima, la tabernera: ¡Inglés, no dejes que se la lleve!

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