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Otro viaje, que continuará, cuando sea pero.....

Otro viaje, que continuará, cuando sea pero.....

Hay viajes que debían durar toda la vida.

Como aquellos de los antiguos exploradores que se adentraban en las procelosas junglas y sabanas del centro de África y donde después de pasar muchos años decidían quedarse para, entre otras cosas, no tener que andar dando a nadie explicaciones de su vida ajetreada.

Lo malo de África es que teniéndola tan cerquita en Canarias tenemos que volar a Madrid, de allí a Amsterdann y después bajar toda Europa en vertical hacia el destino, ampliando en muchas horas de vuelo y aeropuertos algo que desde aquí sería como saltar una acequia.

El pasaje que esperábamos en fila india en el aeropuerto de Amsterdan era de ésos que te hacen pensar si no estarías mejor haciendo cola, pero,  para regresar a Madrid.

Monjas, señoras con pañoletas y faldas grises y jerséis azules con pinta de monjas, frailes, señores con chaquetas de paño marrón y con cuello duro, con una pinta de frailes que te cagas, negritos y negritas con aspecto de no querer volver nuevamente a la civilización y algún funcionario, especuladores del suelo o banquero de medio pelo con unos sombreros recién comprados estilo Panamá y de los que no es necesario ver la etiqueta para detectar que son de China Hand, o los clásicos marrones de fieltro  estilo Indianayons y con ganas de recordarte a cada movimiento de cadera que Harrisons Fords ¡hay en todos los lados! ¡hasta en Tomelloso!.

Las esposas embutidas en sus conjuntos de diario-vaquero-aventurero de la Pura López y con los bolsos de Loewe en bandolera como si con ello te quisieran demostrar su clase y su poderío, aunque eso sí con ésas botangas de siete vueltas de cordones dorados recién estrenaditas, supuestamente preparadas  para atravesar los grandes rápidos de los ríos o de las cataratas  y que indudablemente no van ni a mojar.

Nosotros éramos tres. Nos acompañaba Francisco, un buen amigo catalán que lo hace a menudo, de nuestra edad, bien resuelto en todos los aspectos, agradable y decidido, de ésas personas que te hacen el viaje más ameno y que jamás están en desacuerdo con nada.

Era un viaje de un mes donde visitaríamos  Kenia y Tanzania en ése afán tan español de “una vez que estás  allí ¡joder!,  pues a matar dos pájaros de un tiro.

Llegamos como a las 2 de la madrugada, ésa hora en que lo mejor es estar durmiendo, pero que si estás allí es porque te ha dado la gana ¡que nadie te mandaba meterte en ésos andurriales!.

 El aeropuerto de Kilimanjaro era lo que me esperaba de otras visitas a ése continente.

Moscas como tábanos asesinos con ése rugir de los helicópteros antiguos; mariposas marrones sin color ni gracia que revoloteaban como duendes borrachos desmadrados en la pequeña sala de recepción del aeropuerto y que me recordaba a la sala de espera de un hospital abandonado.

Los montones que había muertas por el suelo eran apiladas con escobas de mimbre por operarios nativos en los rincones del pequeño habitáculo, merced a que caían como lo que eran en unos potentísimos aparatos gigantescos de luz, especiales para electrocutarlas y que producían un continuo chirriar de sacudidas que semejaba el rozar de las ruedas obsoletas en  los raíles oxidados de un tren enloquecido.

A millones. Sin exagerar, eran capazos enormes de insectos muertos que supongo debían tener su exclusivo cementerio.

Las largas colas, pasaporte en mano, parecían no moverse en ésa mala suerte que siempre te sucede solo a ti, de que en la que no estás…. anda más deprisa.

El guia que nos esperaba en la puerta era un muchacho de la tribu de los massai, se llamaba Jeremías, bueno o Jéremhya como le gustaba que le llamásemos aunque a ésas horas, con aquel calor nocturno y en aquellas latitudes no era cosa de andarte con remilgos. A partir de aquel momento le llamaríamos Jeme y ni para uno ni para otro, que ha sido siempre la solución salomónica tan criticada, pero que menos quejas levanta.

Había aprendido español con un sacerdote burgalés en Nairobi que daba clases gratuitas a los niños de la calle.  

Nos subió a un destartalado Lanrover que debía tener  nuestra edad, nos presentó al conductor, se llamaba Uhuru por lo que tampoco vimos muy complicado ponerle un  apelativo cariñoso que nos fuese más fácil de recordar por lo que lo llamaríamos Uju, solo hablaba swahili , y era un simpático morenote grande y rebosante de optimismo, que provisto de una gorra roja con el distintivo de NY y de  la misma corbata que Jeme donde lucía el anagrama de Safaris Kobo, era todo el distintivo o uniformidad que nos haría reconocerlos en cualquier lugar que visitásemos a lo largo de los 30 días que habíamos de compartir en amor y compañía. Que habríamos de tratar de aprovechar al máximo recorriendo ambos paises hasta terminar en Nairobi desde donde volaríamos a casa, aunque en eso ahora más valía ni pensar.

Nos encaminamos al hotel a través de unos caminos invisibles, atravesando riachuelos, salvando puentes de madera que se diría ¡solo para bicicletas…y de una en una!, entrando y saliendo de pequeños claros donde ya oíamos los rugidos y demás sonidos de vida de la selva.

Estábamos en la Reserva Nacional de Masai Mara, nuestra primera noche en un mundo sugerente y atractivo, nuestro primer safari nocturno que después realizaríamos a dos diarios por aquellas planicies pobladas de animales peligrosos.

¿Peligrosos?....¡qué va!, bueno sí en algún momento sucederían hechos puntuales medio peligrosos pero eso son futuras historias.

Peligroso-peligroso solo el hombre, el único animal que no mata sólo para comer, que mata por placer, que incluso en un alarde cobarde, machista  y mezquino mata por matar…….  

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